Sumergida en la oscuridad de mis ropas y en mi espíritu lánguido y turbio.
Te metiste en mis sueños, como una mariposa nocturna y crepitante,
mordiéndome un poco y apretándote en mis manos.
Con tu existencia temblorosa pendiendo de mis dedos incrédulos,
atravesaste la umbra y la penumbra hasta tocarme con tu piel helada y membranosa,
buscando un cuerpo amigo y tibio que te proteja del día y sus terribles fieras,
buscando un consuelo para tus heridas tristes.
Yo te abracé.
Nos abrazamos y me entendiste.
Y me diste miedo e impotencia, culpa, inseguridad, desasosiego
y terneza y magia y asombro y confianza.
La noche se volvió madre dulce y clara,
y mis toscas manos se acomodaron a tus frágiles proporciones,
mis ojos vieron por vos y en los pliegues de tus alas te guardaste cosas mías que no tienen nombre.
Y así es que me dejás sola y colgada de las paredes,
con los ojos bien abiertos y el gesto desolado del abandono,
y las ganas de explicarte un montón de cosas que no podés entender,
y que las voy a gritar al viento porque no tengo cómo contártelas.
Ida Rentoul